El pesado de Nueva York: el viaje (de ida)
Por donde empezar... ¿por el viaje de ida? Sería un buen comienzo. Volamos a Nueva York con KLM, pero en plan pobres, vamos, con escalas, esto es, viajar hasta otro sitio desde donde sí sale un avión directo al destino final. En nuestro caso la escala era Ámsterdam, así que el martes 8 de enero salimos a las 8 y 20 de la mañana rumbo a la capital holandesa.
El avión era normalito, sencillo, de un solo pasillo central. Llegamos a Ámsterdam sin problemas y tras una breve escala de dos horas y media aproximadas en el aeropuerto de Schipol nos dirigimos a nuestro avión de viaje largo, a Nueva York.
Este avión ya era otro cantar. Pese a lo que pudiera parecer más lógico, los asientos en el avión de vuelo transoceánico eran más estrechos que en los del primer vuelo europeo. Vamos, que si el del asiento delanero echaba su respaldo hacia atrás te lo ponía a ti de ortodoncia. Y claro, en un vuelo de ocho horas pues la gente le daba mucho al recline.
Las azafatas eran un encanto aunque, cómo decirlo finamente, no podrían protagonizar un calendario del estilo del de Ryanair... de otro estilo sí, pero no como el de Ryanair. Eran unas señoras simpatiquísimas y gigantes.
¿Y el vuelo de ocho horas? Bueno, estarse el tiempo equivalente a un turno de trabajo metido en un avión no es una experiencia demasiado satisfactoria. Las azafatas se recorren los pasillos unas tropecientas veces, eso no está mal. Reparten almendritas, refrescos y un menú que te permiten elegir entre pollo y pasta como ingredientes "principales".
Lo peor del viaje llega cuando de repente a mitad de trayecto el piloto que indica la obligatoriedad de ponerse el cinturón se enciende, así, sin motivo aparente y a continuación el piloto (éste el humano, el que pilota) nos comunica que nos acercamos a una zona de turbulencias. No entiendo alemán (el idioma de la tripulación) pero turbulencias debe de ser una palabra de pronunciación universal.
Qué miedaco, no encuentro otra forma de resumir mis sensaciones. El avión traqueteaba y daba la sensación de que el piloto estaba luchando contra una tormenta de meteoritos girando los mandos a diestro y siniestro. Pero nada, las azafatas seguían sonriendo mientras yo ya me veía cantando "Bajooouuu del mar".
Lo cierto es que las ocho horas pasaron bastante deprisa, sobre todo gracias a los monitores en los que de vez en cuando, al más puro estilo Indiana Jones en pleno viaje, aparecía un mapa en el que una línea azul te indicaba donde te encuentras en cada momento, además de los kilómetros y minutos restantes de viaje.
Y a las ocho horas, ale, el avión aterriza en el JFK, con esa ostia tan característica que se pegan las ruedas contra el asfalto, y es que mira que tienen mérito las ruedas de los aviones.
¿Y la aduana? Eso es una historia para un capítulo aparte.
Besotes mil
5 comentarios
finnegan -
mce79 -
Joserra -
ace76 -
ace76 -
Las turbulencias son terroríficas... lo de esquivar meteoritos me ha parecido muy gráfico. Yo trato de pensar que es como el traqueteo del tren, pero no, no funciona.